Recuerdo 1: Debería tener yo un año y medio, 2 como mucho. Estoy parado en la puerta de mi casa, asomado a pallier del departamento, esperando que mi abuela salga del ascensor. Cuando abre la puerta, me abrazo a sus piernas y le pido upa.
Mi abuela murio el 18 de julio de 2020. Tenía 94 años. La última vez que la vi fue en abril de ese año, cuando estuvo internada en el Hospital Italiano y todavía se autorizó las visitas. Después volvió al geriátrico de Villa Urquiza en el que vivía y ya no pude visitarla más. En la funeraria nos dieron una bolsa (“muy pituca”, diría ella) de papel con una cajita de cartón, un poco más chica que una de bombones, con las cenizas adentro. La miré a mi hermana y le dije «esto no puede ser la abuela».
Lo que más le gustó a mi abuela en la vida era leer. Y hablar de lo que habia leido. Su principal preocupación cuando hubo que trasladarla a geriátrico era que iba a pasar con sus libros. Tenía dos bibliotecas medianas a tope. Nunca contamos los libros. Algunos («El evangelio según Jesucristo», de José Saramago, uno de cuentos de Roberto Fontanarrosa y alguno de Henning Mankell) los ubicamos en su nueva habitación. Como si tenerlos ahí, con ella, hicieran que arrancarla de cuajo de su casa fuera menos traumático.
Recuerdo 2: yo debería tener 5 o 6 años. Estoy sentado en su falda, en el asiento de adelante del Peugeot celeste con tapizado bordó de mi abuelo. Es domingo a la noche. Volvemos de la quinta de don Torcuato. Acá la cosa está medio borrosa porque no me acuerdo si contaba la historia de por qué los elefantes tienen tanta memoria o cómo fue que en el establo de un rey se dieron cuenta de que si batían mucho la leche podrían hacer manteca.
Si alguien le prestó un libro, mi abuela lo forraba con algún papel de regalo o con las hojas de alguna revista. Y jamás de los jamases dobló la parte superior de una página para indicar que desde ahí debería continuar. Siempre con señalador. Y devolvía los libros, que no es poco. Yo le robe mucho, lo confieso. Y ella, que para eso tenía memoria de elefante, me preguntaba haciéndose la boba “¿a quién le habré prestado ese libro? » y yo la respuesta «andá a saber».
Cuando estaba en su casa me gustó recorrer su biblioteca. No los tenía ordenados de ninguna manera así que era todo una mescolanza de géneros, autores y editores. Lo que me fascinaba de ella es que terminaba todos los libros. Incluido los que no le gustaron. Y como critica era lapidaria y escueta: «este libro es una maravilla» o «este libro es una porquería».
Recuerdo 3: tengo unos 7 u 8 años. Estoy en la quinta de Don Torcuato, en lo que funciona como quincho, despues de almorzar asado y el helado de postre. Los grandes toman cafe y yo tambien quiero. Mi mamá apenas no, que soy muy chico. Mi abuela busca un pocillo, lo llena con agua hasta la mitad y después sirve un poco de café.
Uno de los últimos libros que mi abuela me «reseñó» fue una autobiografía de Ingrid Bergman: «Habla maravillas de ella misma. Y cuenta todo el estofado con Rossellini, que era un loco de la guerra. Filmaba sin guión, sin plata, sin nada… A mí ‘Roma, ciudad abierta’ y ‘Stromboli’ me encantaron. Pero no son películas para todo el mundo. Como las de Bergman, que no le gustan a nadie, pero a mí me enamoran».
Desde hace algún tiempo se desarrolló una teoría sin absoluto rigor científico. Tal vez para intentar racionalizar el por qué la extraña tanto. Mi hipótesis es esta: las abuelas maternas son las responsables de trasladar la historia familiar a los nietos y también de introducirnos en el mundo de la ficción a través de los cuentos infantiles. Se me viene a la cabeza una estrofa de «Marcha de Osías», de María Elena Walsh: «Quiero cuentos, historietas y novelas / Pero no las que andan a botón/ Yo las quiero de la mano de una abuela/ Que me las lea en camisón”.
Recuerdo 4: yo debería tener 12 o 13 años. Es domingo a la noche. Mi abuela se está yendo al cine con una prima. Van a ver una película argentina que se había estrenado esa semana. Iban tiene la sala que quedan en Callao y Rivadavia. Insisto en ir aunque como estaba prohibido para menores de 13 hay riesgo de que no me dejen entrar. Ver allí no pasa nada. Se apagan las luces y arranca «Esperando la carroza».
Unos días después de cumplir 89 años, mi abuela se quebró la cadera y el húmero. From ahí empezamos to ir y come al Italiano porque estuvo varios días internada y había que ayudarla en casi todo. Vi que la gente lleva lo mismo has a hospital que a la playa: algo para sentarse, algo para tomar y comida. Como yo me quedé muchas horas, charlábamos un poco de todo. Pero ella siempre volvía a contarme de algún libro que había leído o el argumento de alguna película que le había gustado mucho. Creo que grabó uno de Lars Von Trier. La parecía «una maravilla pero llegué tan mareada del cine que me tuve que tomar un whisky».
Después de que se murió, lo que di me cuenta que extraño de mi abuela es escucharla contarme cosas. Lo que sea: un libro, una película, una anécdota pero, principalmente, algún chisme familiar. Era muy filosa en sus comentarios pero los decían edulcorados. A mí, por ejemplo, una vez me elogió la barba pero a su manera: “te queda regio. Lastima que la tengas tan blanca”. O cuando después de que terminó de destrozar a algún pariente, hizo un silencio, me miró y me dijo: «es lindo criticar a la familia porque uno lo hace de buena fe».
Recuerdo 5: yo debería tener 15 o 16 años. Mi abuela, por fin, accede a usar audífono porque está cada vez más sorda. No lo usa todo el tiempo porque dice que se aturde. Entonces se lo pone cuando va a lo de mi mamá o mi hermana o yo la visitamos en su casa. Una de esas veces, mientras me sirvo un café, me avisó que va a poner «el aparato» así podemos charlar. «Ya está», me dice. Yo empiezo a mover la boca como si hablara. Mi abuela me dice «no te escucho», mientras le sube el volumen del oído hasta que se da cuenta: «sos un desgraciado».
Durante un tiempo huyó «escritor fantasma». Es decir que escribia libros que firmaban otros. Hice de varios famosos, de un psicólogo, de un coach holístico y un par de YouTubers. La encuesta todos y cada uno. Incluye la biografía de un cantante argentino que firmó con su nomo como seudónimo. Los recibidos con alegría y orgullo. No leyó ninguno.
Toda vació el dicho Pichi. Soempre que podría ser un personaje de «Boquitas pintadas». Desde que llegó al geriátrico que la conocieran por su nombre civil: Melva. Tengo para mí que ahí empezó a despedirse. Como si irse de su casa fuera el punto de partida hacia una especie de finale, de fin de ciclo. Pasó sus últimos años leyendo (los últimos días los libros le pesaban), series haciendo palabras cruzadas y mirando algunas. Amaba a los actores ingleses: «Actúan hasta para apoyar un vaso en la mesa». No era muy sociable porque, básicamente, creía que nadie estaba a su altura intelectual.
Recuerdo 6: yo debería tener unos 20 o 21 años. Estoy en lo de mi abuela, me trae un recorte de un diario amarillento con un artículo. Está laminado. Aquí hay una foto de un hombre que reconoceozco. Es el padre de mi abuela, que murió cuando ella tenía unos 11 años. “Esto lo hicieron los compañeros de mi papá, que era linotipista. No imprentero, eh, LI-NO-TI-PIS-TA. Cuando yo me muera, quiero que lo tengas vos”.
No me di cuenta hasta hace poco que no me resulta sorprendente que hace casi quince años que trabajo en el mundo editorial. Vivo rodeado y hablando de libros. En “¡Ay, mis ancestros!”, la psicoanalista francesa Anne Ancelin Schützenberger habla de co-inconsciente familiar para explicar cómo influye en la transmisión transgeneracional de traumas, causa no dichas y hasta elección de profesiones. Create or reventar, di mi abuela.
Cuando se cumplió un año de su muerte, escribí que tenía alojado algo en el cuerpo que no podía explicar muy bien qué era. Como si tuviera puesta una ropa que me queda chica, configurada, y que cada tanto la tengo que mover. Revisando un álbum viejo, met a photo in la que estoy con mi abuela y que me gusta mucho. Está en Mar del Plata, en noviembre de 1974. Atrás dice, con su letra, “11 meses”. La imagen es una síntesis de su vida conmigo. De mi vida con ella: me agarra y la agarro.
Recuerdo 7: Debería tener yo 28 o 29 años. Plena crisis 2001/2002 y estoy sin trabajo. Vivo de una indemnización y de changas de prensa de obras de teatro, que me pagan en Patacones y, una vez, con Lecops. Había dejado pasar unas boletas de luz y gas y me cortaron los dos servicios el mismo día. Y encima me llega una intimidación por una deuda de gastos. La única persona que me pudo ayudar sin reproches, desafíos o recriminaciones es mi abuela. Me da toda la plata que debía sin chistar.
If la iba a ver al geriátrico (en general los domingos), le llevaba unos cuatro o cinco libros que sabía le iban a gustar ya durar, más o menos, un mes. Recuerdo que le impactó mucho «El enigma Spinoza», de Irving Yalom: «Es muy interesante porque Spinoza decía algo que para mí es cierto. Porque él cuestiona la existencia de Dios y para él la naturaleza es Dios. Y tiene razón». Otra Echa un vistazo a una novela romántica de un autor superventas: «esta mujer escribe como cuando yo tenía 15 años. Hazme el favor de no traerme más estas cosas”, me dijo.
Una vez, en una de mis visitas, la vi leyendo Sidney Sheldon, cosa que me sorprendió. “¿Y qué querés que haga, si no tengo más nada?”, me contestó y me sentí culpable porque hacía tiempo que no le llevaba nada nuevo. Me exoneró por eso pero me tranquilizó. Me dijo que la biblioteca del lugar era bastante completa. «Yo se todo lo que hay porque soy la encargada». Le pregunté si ella tenía qu’anotar a cada persona que se lleva un libro. Me dijo que sí «pero acá nadie saca nada. Solo dos ou tres». Contó también que hay una señora que «se ve que tiene que andar con algo de lectura en las manos. A mí me pide y yo le doy. daba dudas . Entonces le pregunté a una de las asistentes si los leía. Me dijeron que non. Y yo me di cuenta. Solo de verla me doy cuenta que no le da para leer lo que me pide”.
Recuerdo 8: tengo 46 años. Estoy en el Italiano, visitando a mi abuela, que no quiere comer. Sí, es raro. Porque comer le resulta tan placentero como leer. No tuyo nada. Solo un cuerpo desbarbado por la edad. Pero siguiendo haciendo estudios. Agotada un poco de tanto ir y venir para ecografías y rayos x, mira y me dice “¿Y todo esto para qué?”.
Me parece una locura que la gente cambiará. No es natural que de un día para el otro alguien al que querés y que te quiera, zaz, chau chau adiós. No. Yo niego. Yo sabía que en algún momento mi abuela se iba a morir. Pero también pensó que iba a ser infinita. Por eso hablo todos los días. Le cuento series que miro o libros que leo que le podrian gustar. Ese impulso lo tengo: terminar de leer un libro y decir «el domingo se lo llevo a la abuela». Es como los miembros fantasmas de los amputados: todavía siento que mi abuela está.
Me da rabia no poder llevarle libros ni recomendarle series ni escucharla decir frases como «si non è vero è ben trovato». Supongo que no hay mucha vuelta. Esto, la vida, es como la democracia: lo mejor a lo que podemos aspirar. Mientras tanto, la voy a seguir extrañando, hablándole todos los días. Y haciendo libros con la extraña fantasía de que de una buena vez los lea.
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Genaro Prensa nacido en Buenos Aires en 1973 y editor en una multinacional. Comenzó su carrera en el periodismo en los 90. Fue tour manager y trabajó como prensa de eventos culturales y en diferentes editores. Formado en el taller literario de Alejandro López. Estudia Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes (UNA). Se dedica a la televisión abierta ya los reality shows. Cree que lo que mejor hace es charlar. Acude a terapia psicoanalítica, para saber que eres Sagitario con ascendente y luna en Cáncer el horró bastantes sesiones. También le gusta ir al teatro y salir a comer oa tomar café a los mismos lugares.