Rishi Sunak está empezando a comprobar que el Partido Conservador lleva ya años convertido en una bestia ingobernable. El ala dura de los tories aniquiló cualquier atisbo de una derecha moderada en su afán por imponer el Brexit, y está decidida ahora a barrer cualquier intento de componenda frente a la crisis migratoria. El primer ministro ha intentado esta semana salvar el plan de deportaciones de inmigrantes irregulares a Ruanda, declarado ilegal el mes pasado por el Tribunal Supremo, con una estrategia doble. El ministro del Interior, James Cleverly, realizaba este martes un viaje relámpago a Kigali para negociar con el Gobierno del país africano un nuevo tratado que intentara solventar las preocupaciones expresadas por la justicia británica. Entre otras cosas, el acuerdo incorporaba la garantía de que Ruanda no podría devolver a los deportados a sus países de origen, si su libertad o su integridad física se vieran amenazadas.

Al mismo tiempo, el Gobierno británico impulsaba este miércoles por trámite de urgencia en la Cámara de los Comunes un texto legal que aseguraba que Ruanda era un tercer país seguro, y ordenaba a los distintos departamentos gubernamentales y a los tribunales que ignoraran las disposiciones de la Ley de Derechos Humanos —el texto que incorpora al derecho británico la Convención Europea de Derechos Humanos— frente a cualquier demanda o recurso contra las futuras deportaciones al país africano. “La nueva ley deja claro, sin la menor ambigüedad, que Ruanda es un país seguro, y evita de ese modo que los tribunales interpreten por su cuenta la voluntad del Parlamento”, aseguraba este miércoles Cleverly al presentar el texto ante los diputados.

La primera dimisión

El ala más reaccionaria de los tories no ha mordido el anzuelo. Encabezada por la ex ministra del Interior, Suella Braverman, reclamaba a Sunak que sacara al Reino Unido de la Convención Europea de Derechos Humanos. Es el único modo, defienden, de evitar que la política de deportaciones a Ruada vuelva a ser obstaculizada por la justicia, porque la nueva ley anunciada por el Gobierno no evita que cualquier inmigrante recurra ante el Tribunal de Estrasburgo, o que los propios tribunales británicos cuestionen el alejamiento del Gobierno de sus obligaciones en materia de derecho internacional.

El primero en anticipar la rebelión en marcha contra Sunak era el hasta ahora secretario de Estado de Inmigración, Robert Jenrick. Nada más darse a conocer la nueva ley, presentaba su dimisión en una carta a Sunak en la que anticipaba que la nueva estrategia estaba condenada al fracaso. “La ley que propones supone un triunfo del voluntarismo sobre la experiencia. El país se enfrenta a riesgos demasiado altos como para que no persigamos medidas más firmes, que eviten esta noria constante de recursos legales que amenazan con paralizar el plan adoptado [las deportaciones a Ruanda] y su efecto disuasorio”, escribía Jenrick.

El primer ministro se reunió este miércoles con un grupo de diputados conservadores para intentar convencerles de que respaldaran la nueva ley. Era todo lo lejos que podía llegar, les explicó. Entre otras razones, porque el propio Gobierno de Ruanda había dejado claro que no colaboraría con Londres si se daba la espalda a legislación internacional tan relevante como la Convención Europea de Derechos Humanos. Sunak aseguró a sus compañeros de partido que las exigencias de Jenrick hubieran supuesto “derrumbar toda la estrategia”, y que no tenía sentido “aprobar una ley que hubiera anulado la posibilidad de enviar a ninguna parte a los inmigrantes”.

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La votación de la nueva ley, prevista para los próximos días, volverá a someter a tensión extrema al Partido Conservador. Los diputados más moderados ya han expresado su apoyo al texto de Sunak, pero suman decenas los representantes tories que están convencidos de que la lucha contra la inmigración irregular es una cuestión existencial para el partido, que debe ser resuelta antes de afrontar dentro de un año las urnas.

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