La cólera del campo francés, que amenaza con desbordarse, ya llega a las puertas de París, y el nuevo primer ministro, Gabriel Attal, intenta como puede atajar una protesta que la extrema derecha instrumentaliza con vistas a las elecciones europeas de junio. La respuesta al malestar ha llegado en forma de anuncio, realizado por el joven Attal este viernes en el suroeste de Francia; se trata de una batería de medidas para aliviar la carga financiera y las trabas burocráticas que soporta el sector. Sobre todo, supone una operación de seducción para convencer a los agricultores de que no hay nada más importante que ellos y de que el Gobierno hará lo necesario para responder a sus demandas. No convenció: el principal sindicato, la FNSEA, dijo que mantenía la movilización.

“Hemos decidido poner a los agricultores por encima de todo”, aseguró Attal en un discurso en una explotación bovina de Montastruc-de-Salies, un municipio de la provincia de Alto Garona. Y repitió varias veces, por si alguien no lo había entendido, el concepto clave: “Por encima de todo. Por encima de todo el resto.” Después, añadió: “Francia, sin la agricultura, no sería Francia”. Mientras tanto, se multiplicaban los cortes de tráfico en decenas de autopistas y carreteras por todo el país. Los bloqueos empezaron hace poco más de una semana en una autopista al sur de Toulouse y en este tiempo se ha convertido en la primera crisis que afronta Attal, un político profesional de 34 años, desde que el presidente Emmanuel Macron lo nombró el 9 de enero.

Los tractores de los agricultores franceses bloquean la autopista A1 en Chamant, cerca de París, este viernes. YVES HERMAN (REUTERS)

La FNSEA contabilizaba el jueves a 75.000 agricultores movilizados y 41.000 tractores en 85 de las 101 provincias francesas. Ha habido acciones violentas, como el incendio, durante una manifestación este viernes, de un edificio de la Mutua Social Agrícola en la ciudad sureña de Narbona. El martes, dos personas murieron (una agricultora de 54 años y su hija de 14) después de que un coche embistiese por accidente una barricada en Pamiers, cerca de la frontera con España. Las barreras en cinco puntos de acceso a París, por primera vez este viernes, debían ser un aviso: el movimiento puede crecer y, si hace falta, entrar en la capital.

Este es un movimiento popular, con un capital simbólico —los agricultores y campesinos alimentan el país, lo conectan con el terruño, preservan las esencias— que es la envidia de otros sectores. Es un movimiento, además, con una experiencia de décadas en el bloqueo de las carreteras y otras formas de protesta: la manifestación agrícola es casi una seña de identidad de Francia. Es un movimiento más bien conservador y que, desde siempre, goza de la benevolencia por parte de las autoridades. Al agricultor se le escucha, se le respeta. En una parte de la izquierda, crítica con la mano dura policial en las protestas sociales o ecologistas, y frustrada por tantas reivindicaciones fracasadas, se ve como un agravio comparativo.

Dilema de los gobernantes

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Entre las medidas para aplacar la cólera del campo, Attal ha anunciado el alivio de las trabas burocráticas y sanciones a industriales y grandes superficies que no respetan el reparto justo de los ingresos con los productores. La principal medida es la supresión del aumento de la tasa sobre el gasóleo que utilizan los tractores, una de las reivindicaciones que desencadenó la protesta. Toca de lleno en el dilema de algunos gobernantes: cómo combatir el cambio climático sin perjudicar a sectores determinados, que a veces son los más desfavorecidos. No es el caso de todos los agricultores, ni de todos los sectores agrícolas, pero muchos se quejan de la caída de ingresos, de la sobrecarga burocrática y la competencia internacional. Y se sienten injustamente señalados por los ecologistas.

Las protestas les han dado una visibilidad que no habían tenido en años, y en un momento en el que en lugares como los Países Bajos o Alemania se han visto movilizaciones similares. Hay un denominador común: el rechazo a las normas medioambientales que consideran que les perjudican, y la búsqueda de reconocimiento. Estos países también comparten el buen posicionamiento de la extrema derecha para las europeas. Y la imagen de una polarización entre ciudad y campo; las élites y pueblo. Podría recordar a los chalecos amarillos franceses, que en 2018 pusieron contra las cuerdas a Macron. Pero las diferencias son considerables: los agricultores están organizados en sindicatos poderosos y tienen práctica en la negociación.

El primer ministro francés, Gabriel Attal, en la explotación bovina de Montastruc-de-Salies, donde este viernes ha anunciado medidas de alivio para los agricultores. NACHO DOCE (REUTERS)

Sin embargo, la rapidez con la que se han inflamado las protestas ha inquietado a Macron. Algo más de medio año después de los disturbios en los extrarradios multiculturales, un año después del inicio de las protestas contra la reforma de las pensiones, y cinco después de los chalecos amarillos, lo último que quiere el presidente es otra crisis social. Y peor, en el campo, que tanta carga simbólica tiene en Francia. Attal, en su verdadero estreno en el cargo, se arremangó este viernes y bajó al barro. Lanzó en su discurso en la granja un panegírico, con acentos patrióticos, de la agricultura. Y visitó un punto de bloqueo en la autopista A64 para debatir con los campesinos.

“He recibido el mensaje”, dijo. “Os he escuchado”. El presidente de la FNSEA, Arnaud Rousseau, replicó: “Lo que se ha dicho esta tarde no calma la cólera, hay que ir más lejos”. El éxito o fracaso de Attal en la gestión de la crisis puede marcar su paso por la jefatura del Gobierno. Está a prueba.

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