Los ecos de la guerra de Gaza han llegado al océano Índico. El ataque de un dron contra un buque supuestamente relacionado con Israel frente a las costas de India ha llevado este país a desplegar tres destructores en el área. Es el incidente más lejano al conflicto. Bajo el pretexto de la solidaridad con Palestina, diversas milicias proiraníes han intensificado sus ataques contra intereses israelíes y estadounidenses desde Líbano y Yemen, pasando por Siria e Irak. Israel habla de siete frentes abiertos. A medida que se prolonga su campaña militar, aumenta el riesgo de que uno de esos focos de tensión se descontrole y arrastre a todo Oriente Próximo.

La guerra desatada tras el brutal atentado de Hamás contra Israel el pasado 7 de octubre ha tenido desde el principio una dimensión internacional. Los vínculos con Irán del palestino Movimiento de resistencia islámica (que es lo que significa Hamás) despertaron de inmediato el temor a una entrada en combate de la milicia chií libanesa Hezbolá, principal aliado del régimen iraní en la zona. Washington, alineado con Israel, se apresuró a señalar a Teherán ―con quien mantiene una larga animosidad y carece de relaciones diplomáticas― lo peligroso de tal contingencia, a través de los canales indirectos habituales y, sobre todo, con el despliegue de dos portaviones y sus navíos de escolta en el Mediterráneo.

Disuasión o cálculo estratégico de Hezbolá (que afronta sus propias tensiones dentro de Líbano), la realidad es que, hasta ahora, la milicia ha limitado sus acciones transfronterizas a escaramuzas calculadas para mantener en alerta al ejército israelí sin llegar a desatar una intervención de envergadura. Pero ese goteo de ataques, que ha obligado a evacuar varias localidades israelíes y dejado un centenar de libaneses muertos en las represalias, está siendo replicado por otros grupos armados aliados de Irán en la región, el llamado eje de la resistencia.

Los drones y misiles de la milicia Huthi de Yemen contra objetivos israelíes en la costa y aguas del Mar Rojo han puesto en jaque a la navegación comercial. EE UU ha anunciado la creación de una fuerza multinacional para proteger el libre tránsito a través de esa ruta. Al mismo tiempo, varias milicias proiraníes han aumentado el hostigamiento contra los soldados estadounidenses en Irak y Siria (con 2.500 y 900 efectivos desplegados, respectivamente, para prevenir el resurgir del ISIS). Sus más de un centenar de ataques desde el 7 de octubre (cuatro veces más que en los 12 meses precedentes) buscan castigar el apoyo estadounidense a Israel. Aunque Washington insiste en que no quiere agravar la situación, también ha dejado claro con sus bombardeos que no va a dudar en defender a sus tropas.

Detrás de todos esos grupos no estatales está la mano, más o menos enguantada, del régimen iraní. Aunque la relación de este con las diferentes milicias varía y no es en absoluto orgánica, existe una coincidencia de intereses que pueden resumirse en un visceral rechazo a la presencia de EE UU en Oriente Próximo. De hecho, el uso de esas fuerzas irregulares es desde hace décadas la táctica preferida de Teherán para ganar influencia en la región. Así lo entiende Israel, cuyo ministro de Defensa, Yoav Gallant, incluyó esta semana a Irán entre los “siete frentes” desde los que, según él, su país está siendo atacado (junto a Gaza, Cisjordania, Líbano, Siria, Irak y Yemen).

No son solo palabras. Los dirigentes iraníes (y muchos analistas) están convencidos de que un misil israelí mató al general iraní Razi Musaví, el pasado lunes a las afueras de Damasco. Israel guarda silencio, pero sus medios responsabilizan a ese alto cargo de la Guardia Revolucionaria de supervisar el envío de armas a Hezbolá. Irán, por su parte, ha prometido venganza. De ahí que crezca que el temor a que alguna de las partes implicadas en este macabro póquer se pase con su farol y hunda la región en una guerra más amplia. El propio Gallant ha alertado de ese riesgo sin advertir que la prolongación de su operación militar en Gaza también contribuye a ello.

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Incluso si no se llega a ese extremo, el último enfrentamiento entre Israel y Hamás ya está desestabilizando un vecindario que en lo que va de siglo ha lidiado con otros cuatro choques entre ambos, las guerras de Irak y Siria (Estado Islámico, mediante), y las convulsiones de las primaveras árabes. De momento, ha roto con la tendencia hacia la distensión que parecían indicar el restablecimiento de relaciones entre Irán y Arabia Saudí, el reconocimiento de Israel por Emiratos Árabes Unidos y Bahréin (Acuerdos de Abraham) y la reconciliación de las monarquías del Golfo.

El optimismo era apresurado como ha demostrado este último estallido de violencia. Los fuegos de artificio diplomáticos carecerán de sustancia mientras no se aborden los dos grandes problemas de Oriente Próximo: el encaje en la región de Israel ―es decir, solucionar la cuestión palestina― y, por distintos motivos, el acomodo del Irán salido de la revolución de 1979 (del que recelan la mayoría de sus vecinos). Ambos asuntos son independientes y, sin embargo, se entrelazan peligrosamente una vez más.

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