La carrera política de Benjamín Netanyahu venía ya muy tocada antes de los atentados de Hamás del 7 de octubre y la guerra en Gaza. Desde entonces, su popularidad ha seguido bajando. Su partido, el derechista Likud, que cuenta actualmente con 32 de los 120 escaños del Parlamento israelí, perdería hoy el 47% de su representación para quedarse en 17 diputados, según un sondeo del diario Maariv, el último de una serie que revela la caída de su apoyo. Si las elecciones fueran hoy, el ganador sería el también conservador Partido de Unidad Nacional de Benny Gantz, actualmente integrado en el gabinete de Guerra pero que, hasta los ataques, era la segunda formación de la oposición (12 escaños). Ahora pasaría a convertirse en ganador con 38 representantes. La debacle del primer ministro se explica por su incapacidad para evitar los ataques que acabaron con la vida de 1.174 personas. Pero también por su polémica reforma judicial que, ya antes de la guerra, movilizó en su contra a gran parte de la sociedad israelí.

En un país rodeado de enemigos, la seguridad es un asunto clave y Netanyahu se presentó como garante de esta. Sin embargo, el primer ministro no ha podido frenar durante su mandato lo que los medios califican como la mayor matanza de judíos desde el Holocausto. El Shin Bet, el servicio de inteligencia interior de Israel y los territorios ocupados, no fue capaz de detectar y prevenir lo que se estaba fraguando en la Franja, pese a que uno de sus informantes advirtió de que Hamás preparaba una acción importante para los primeros días de octubre, según la prensa israelí.

Su estrategia de dividir cada vez más a las dos facciones que gobiernan Gaza y Cisjordania —Hamás y Fatah— para evitar el desarrollo de los acuerdos de Oslo y la posible formación de un Estado palestino también se le ha vuelto en contra. “Cualquiera que quiera evitar la creación de un Estado palestino debe apoyar que se refuerce a Hamás y que se le financie”, dijo Netanyahu en 2019 en una declaración que, con 1.174 israelíes muertos a manos de ese grupo —que la UE y EE UU consideran terrorista— sobre la mesa, le persigue cada día.

Los fallos de inteligencia que se le reprochan y que podrían haber evitado la matanza vienen de lejos. Los agentes de seguridad israelíes descubrieron en 2018 en el ordenador de un alto cargo de Hamás una contabilidad que reflejaba que la organización contaba con activos valorados en cientos de millones de euros en empresas tapadera en Sudán, Emiratos Árabes Unidos y Argelia. Una de ellas, incluso cotizaba en la Bolsa turca, según destapó The New York Times el 16 de diciembre. No pasó nada. Netanyahu, además, permitió durante años que Qatar transfiriera fondos millonarios a Gaza en un intento de apoyar al Gobierno de Hamás y sin pensar en que pudiera planear un atentado. Las semanas previas a los ataques, Israel decidió continuar con esa política. Netanyahu, sin embargo, califica esas acusaciones de “ridículas”.

Inmediatamente después de los ataques el primer ministro se embarcó en una guerra para “erradicar” al grupo cuya financiación habría tolerado. El conflicto, que ha causado ya más de 21.000 muertos en Gaza, un 70% mujeres y niños, tiene un fuerte apoyo popular, pero dos tercios de los israelíes creen que el Gobierno de Netanyahu no tiene un plan claro para la Franja una vez terminada la guerra, según un sondeo del Instituto para la Democracia de Israel. En esa misma proporción están los que consideran que el Ejecutivo, tras dos meses y medio largos de guerra, no ha conseguido sus objetivos: destruir la infraestructura política y militar de Hamás y traer de vuelta a los 125 rehenes que todavía están en sus manos.

Pese a la destructiva campaña militar que asuela Gaza por tierra mar y aire, las Fuerzas de Defensa Israelíes todavía no han encontrado —ni matado, como pretende el Gobierno— al líder del grupo islamista en ese territorio, Yayha Sinwar, considerado el cerebro del 7 de octubre. Tampoco al comandante de su brazo militar, Mohamed Deif. En el imaginario bélico de la sociedad israelí, ambas figuras se han convertido en el enemigo público número uno, como Osama Bin Laden lo fue en Estados Unidos tras los atentados de las torres gemelas. Y todo ello mientras Washington presiona para que Israel baje el pistón militar y pase a una tercera fase de menor intensidad que evite más muertes de civiles.

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“El desprecio por su habilidad como comandante, su creatividad y su audacia precipitó la negligencia del 7 de octubre”, escribió el viernes el columnista de Maariv Jacky Hugi, sobre el máximo responsable de Hamás en la Franja. “Este desprecio fue el destino de toda la cadena, desde el oficial de inteligencia más joven hasta la mesa del Gobierno en Jerusalén”, continuaba. “El primer ministro [Netanyahu] sigue prometiendo derrotarlos. Hasta que eso suceda, será mejor que aprendamos un par de cosas de Sinwar. Seamos serios”.

Sin embargo, el objetivo militar que más quebraderos de la está dando a Netanyahu es el que siempre nombra en segundo lugar: traer de vuelta a los rehenes. La muerte de tres de ellos a manos de soldados mientras enarbolaban banderas blancas en señal de rendición ha conmocionado a la sociedad israelí. También la aparición de cinco muertos más y en un túnel esta semana. Las familias de los secuestrados, representadas en el movimiento Bring them home now (Traedlos a casa ahora), no dejan de presionar para lograr un nuevo acuerdo con Hamás que permita su liberación. El ex primer ministro Ehud Olmert ha publicado dos artículos reclamando el final de la guerra para conseguir que, los que queden vivos, sean devueltos. Hasta el momento, el ejército solo ha conseguido liberar a uno. El resto salieron en la tregua que se produjo durante la última semana de noviembre.

La falta de éxitos importantes en el campo militar y la urgencia de un nuevo pacto no han acabado con su retórica de mano dura en Gaza, pero, en el frente diplomático, le ha obligado a dar varios pasos atrás que hace solo unas semanas parecían imposibles. El Gobierno israelí ha aceptado que una Autoridad Palestina “desradicalizada” gobierne la Franja tras la guerra, lo que, hasta ahora, era tabú. Lo último ha sido aceptar una retirada parcial de las tropas de las zonas más pobladas para lograr un acuerdo. Hamás interpreta esos pasos como una debilidad y exige un alto el fuego total y definitivo para empezar a hablar de un nuevo intercambio de rehenes por palestinos presos en Israel, algo que puede minar todavía más la popularidad del primer ministro en Israel.

Además, el miércoles, una noticia sacó la actualidad política de la guerra y la devolvió al escenario anterior al 7 de octubre. La cadena de noticias Channel 12 adelantó un borrador del fallo del Tribunal Supremo israelí sobre la reforma judicial aprobada por el Gobierno de Netanyahu el pasado julio con el único apoyo de los ultraderechistas y ortodoxos, que sacó a miles de israelíes a la calle en multitudinarias manifestaciones de protesta. Los magistrados, por una estrecha mayoría, habrían decidido tumbar la norma que limitaba sus propias competencias para juzgar la “razonabilidad” de las decisiones del Ejecutivo y de otras autoridades.

Si se confirma la sentencia y el primer ministro decide no acatarla —como prometió en septiembre—, Netanyahu pasará a la historia, no solo como el mandatario que no supo evitar el atentado más grave de la historia de Israel y puso en marcha la guerra más sangrienta. Sino también como el que generó la crisis constitucional más importante de esta república en los últimos años.

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