min una época en que florecen ideas o proyectos de reformas institucionales que se supone deben responder a las aspiraciones del pueblo francés, ¿no es la primera urgencia preguntarse por ellas? De lo contrario, correría el riesgo de poner nuestro futuro en un mal camino. Sin embargo, es preocupante constatar hasta qué punto la adhesión a la tesis algo simplista de las «pasiones tristes» parece hoy servir de base a muchas propuestas -participación ciudadana en paralelo al ejercicio de la soberanía popular, la reducción del número de parlamentarios acompañada de una elección proporcional, la instauración de un Tribunal Supremo, todos los remedios supuestos para responder a la falta de amor de los franceses por la política.

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¿Y si el presupuesto que fundamenta tales ideas de reforma se basara en un malentendido? Lo político ciertamente ha decepcionado a los franceses. Pero, ¿cuál es la verdadera causa? Si muchos de nuestros compatriotas ya no confían en los partidos, desprecian cada vez más a sus representantes nacionales electos, evitan las urnas, incluso para elecciones con mucho en juego nacional, ¿estamos seguros de que esto no es culpa misma del debate político que es tomar este camino en lugar de ser el resultado de él? Esta es la tesis que se desprende del último trabajo de Stéphane Rozès (Caos. Ensayo sobre la imaginacion de los pueblos, entrevistas con Arnaud BenedettiCerf, 2022), un analista particularmente fino de lo que hace que el«imaginario» de los franceses, ese sustrato tácito de opiniones explícitas.

¿No es precisamente el ataque al imaginario nacional lo que crea la desautorización de la política? Según Rozès, sus representaciones se componen de una búsqueda de verticalidad capaz de sacarnos de la “contestación”. Las instituciones de la Vmi República había entendido, esto explica su éxito, y tratado de resolver esta aparente contradicción entre la búsqueda de apoyo al proyecto común y el gusto por el debate pendenciero.

¿Es casualidad que los Presidentes de la República que los franceses, con el paso del tiempo, considerando como los más grandes al General de Gaulle y a François Mitterrand, se describan a sí mismos como uno de los portadores de la verticalidad del Estado nación, el otro consciente de que los franceses “este galo, este pendenciero celta” pidió que su gusto por la disputa permanente se tradujese en una convivencia que, al fin y al cabo, civilizara a este último? Ello sin impedir el necesario voladizo de la función presidencial.

Fue en la ruptura de este equilibrio que surgió en 2002 el quinquenio, cuyo resultado podemos ver hoy, con la desaparición de la reconciliación hasta entonces asegurada entre la necesidad de la «contestación» y su superación hacia el proyecto común. ¿Es de extrañar entonces que los franceses, privados desde entonces de las bases de su imaginación colectiva, se alejen cada vez más de la «política», que no puede confundirse con la «política», esta pasión nacional que encuentra más complemento?

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